domingo, 25 de mayo de 2014

UN CUENTO DE AQUELLOS AÑOS

Mi abuelo, el Pancho,  como lo llamábamos cariñosamente, era hijo de italianos. Como buenos tanos y geniales inmigrantes siguieron al pie de la letra la consigna de poblar la tierra del plata y tuvieron ocho hijos. Mitad varones, mitad mujeres. Dos de ellas se quedaron solteras.
Mis tías abuelas:  la Elvira y la Mariana vivían en la casa paterna que  estaba en la Salta al 300. En realidad sigue estando, aunque ajada por el tiempo y sucia por los recuerdos, lo más triste, que ya no nos pertenece y que mi abuelo y todos sus hermanos partieron de este mundo hace casi diez años. Cuenta la leyenda que los abuelos habían adquirido ese inmueble de estilo chorizo por el módico precio de 40 pesos, en la época en que Europa estaba e guerra.
Cuando los abuelos murieron, cuando los hermanos se casaron, las tías se quedaron ahí, solteras, por elección. La Elvira tuvo  un novio, Mario. Salían, paseaban. El abuelo tano le había dado permiso para que Mario le dé la mano, sin embargo la tía confesó que chapaban en el zaguán. Una noche, mientras pavimentaban la calle Salta la Elvira perdió un zapato. Además del calzado, ese fue el final de la relación con Mario. A los pocos días se enteró que la engañaba. Nunca quiso saber nada más con un  hombre. Se dedicó a coser, a cuidar de la sobrina que había quedado huérfana y a mimar al resto de los sobrinos. La Mariana siempre fue medio ermitaña. Nunca se le conoció novio ni amorío. Su pasión era la cocina, la repostería y las manualidades.
El primer recuerdo que tengo es más o menos a los tres años. Era el primer cumpleaños con festejo que me hacían en la casa de mi abuela. Yo tenía puesto un vestido blanco, reciclado del casamiento de la hermana de mi mamá. Y para que no parezca reciclado mi tía Mariana me había hecho una torta de un carruaje de princesas. Pero no eran las tortas de masapán de hoy en día. La Mariana se las ingeniaba, hacía tortas con galletitas Opera, con cubanitos y con chocolinas. Hacía canchitas de fútbol, arbolitos de navidad, princesas y pelotas con el simple ingrediente de la imaginación.
La casa de las tías estaba en pleno centro, justo en la desembocadura del Pasaje Padilla. Era la cita obligada para ir al baño de urgencia o caer a hacer tiempo.  Te recibía una puerta de esas largas de madera, con visillos. Siempre estaba abierta. Luego, la puerta cancel. Un sillón estilo Luis XVIII, un espejo, las fotos de los abuelos. A la derecha el comedor, donde una muñeca con cara diabólica estaba sentada en una silla, mirándote, siguiéndote los pasos. En el pasillo la mesa larga para muchos comensales. Las piezas, la cocina y a la par el baño. Algo que a mi vieja nunca le gustó. Después el fondo. El árbol de la Mariana, un molinete de papel brillante, el pajarito, la tortuga de 200 años y el taller de hojalatero del abuelo, que seguía intacto.
Entrar a la casa de la tía era una aventura. Tenían esas sillas de mimbre que te hacían doler las nalgas. La Mariana era fanática de las novelas y nada podía interrumpirlas. La visita, se convertía en una especie de autoservicio hasta que Andrea del Boca terminara su función siestera. La Elvira, era todo lo contrario. Hablaba hasta por los codos y te daba toda la comida que tenía guardada. 
Las fiestas de fin de año eran una caricia al alma. Tanas como ningunas convertían la cocina de dos por dos en un desfile de platos gourmet vintage italianos. La Mariana deleitaba con el budín de pan y las tortas. La Elvira hacía ruespes: unas bolitas de masa rellenas de anchoas. De postre hacía rosetas y chicharata. Las primeras unas rosas de masas bañadas en miel y vino blanco. Las segundas unas bolitas de masa fritas, pegadas una por una con miel. Había que comer un poco de cada cosa, sino se ponían celosas. Porque siempre compitieron, sanamente.  De hecho, sus platos, tenían más convocatoria que los regalos de Papá Noel. Nunca nos eseñaron la receta. La última navidad quise hacerlos, pero no salieron igual.  
Los domingos la Elvira se levantaba temprano, hacía la pasta y amasaba fuccile. Unos fideos finitos y largos con un agujero adentro. Para que se meta la salsa según decía. El secreto estaba en meter una aguja de tejer para hacer el agujero, pero la gracia era que no se hagan bucles. Lo intenté y  debo admitir que es imposible.
En noches de tormenta, cuando me quedaba a dormir con mis primas que vivían ahí, las tías  juntaban los olivos del domingo de ramos y los tiraban al piso en una especie de ritual, para que el agua cese.
 Después con mis primas descubrimos otro secreto: las tías se llevaban un balde a la pieza, orinaban ahí adentro para no mojarse yendo al baño en medio de la lluvia. Ellas y sus hermanos se caracterizaron siempre por usar esos anteojos culo de sifón y por ser tan espontáneos, por dar amor desinteresado.
La Mariana murió a los 80 años, sin sufrir. Un día se despertó y estaba más del otro lado que aquí. Al poco tiempo murió la Elvira, le agarró tuberculosis. Aunque yo creo que más se murió de tristeza, porque ya estaba sola. 

lunes, 19 de mayo de 2014

FUTBOL VS FULBO

“Y no dice nada, no se escucha nada, le cerramos el culo a todas las hinchadas”, suena de fondo mientras uno camina al interior del estadio. A lo largo del pasillo imaginario que se hace entre la tribuna y el alambrado varias motos se estacionan. El sonido se hace más ensordecedor a medida que uno se acerca a la tribuna. Los cánticos son entonados por un  grupo de doscientos jóvenes, que en promedio no pasan los veinte años. Saltan acomparsados,  como un corazón que bombea sangre.  Esas  voces roncas de tanto gritar y ásperas por el fernet que circula en la ronda suenan en Villa Alem.
En uno de los cuadrantes de la barriada de la zona sur se emplaza el club Tucumán Central, nacido, a la sombra de los trenes. Porque al fin y al cabo donde hubo trenes hubo ingleses y de su mano llegó la redonda.  Los tucumanos que fueron niños por aquellos años, fueron criados a la sombra del futbol, o del "fúlbo". Bien a lo criollo. Así, como el galopante sonido del ferrocarril sobre las vías, golpean el bombo los jóvenes. Los barras. Porque al fin y al cabo son eso.
Son las cuatro de la tarde y el otoño en Tucumán es especial. Los más audaces se animan a la manga corta, los cobardes abrigan los brazos con una campera de “alita i’mosca” como se dice por aquí en el norte. El sol, dispone al corazón y  al paladar a engalanarse con las masas siesteras hechas de merengue y una especie de hojaldre barato. O porque no, a deleitarse pelando mandarinas al sol, aunque todavía no es época.
 La terna arbitral sale a la cancha  enfundada en un parpadeante y enceguecedor amarillo. Es el inicio. Se inaugura la liga Tucumana 2014. Tucumán Central, el rojo de Villa Alem recibe a Unión Aconquija, el equipo de Yerba Buena -una de las zonas residenciales de la capital-  que mezcla pobres, ricos, católicos y judíos detrás de un solo objetivo: la redonda, la caprichosa.
Mientras tanto, en una de las tres tribunas, quizás la más bonita, se mezclan camisetas de todos los clubes. Los nuestros y los de afuera. San Martín, Atlético y hasta el mismo Barcelona.  Como todo en esta vida el fenómeno tiene un porqué. La indumentaria no se vende al por mayor en las grandes firmas deportivas.  Es de macho salir a la calle con la camiseta del club de sus amores. Nunca se sabe si en el barrio puede vivir alguno de  la contra y Dios no quiera que ataque ferozmente a los colores. En la Liga no se juega por los autos de lujo, ni por la plata. Sólo se juega por el honor: del barrio, de la ciudad, por la pasión de los pueblos del interior. Desde el más grande, hasta el más chico.
Las otras dos tribunas están vacías.  La central, con estructuras de hierro a medio hacer, y un techo que quedó trunco y al descubierto refleja el progreso que algún día se estancó. La del frente, blanca, inmaculada, simplemente vacía,  habla a las claras de que mucha gente dejó de ir a la cancha, al fútbol de barrio, el de verdadera pasión y  sentimiento; en parte  desde que la primera categoría se mudó a la caja boba nacional, en parte por los antecedentes violentos del balonpié tucumano.
Entre la multitud hay un chico. Si los cálculos no fallan debe estar estrenando la mayoría de edad. No supera los ochenta kilos ni  tampoco el metro setenta. Tiene zapatillas de cuero. Bermudas rotas justo a la mitad del muslo, desde donde se asoma la orilla de su escandaloso bóxer. El pelo ondulado, ni muy corto ni muy largo,  a la medida justa. La barba está escondida detrás de una piel aún joven y sin imperfecciones. Lampiños los brazos, las piernas escasamente peludas. Escuálido. Él alienta agarrado de una tela tensada con los colores del club: rojo y azul. Prende la bengala que tiñe todas las gradas blancas de rojo y obliga a los presentes a esconder la boca en sus escotes para evitar intoxicarse con el humo. Le roba los palillos del redoblante a su camarada en un desborde repentino, en un asalto a la emoción y golpea el bombo, con furia, cuando el arco se ve movilizado por el gol del rival. Él putea, como buen fanático, y en ese insulto no tiene nada que envidiarle al Tano Pasman.   Él se ríe, toma del vaso de fernet comunitario que circula y que se recarga con la frecuencia con la que pasa el ómnibus.
En el campo de juego, que más que césped parece un potrero,   veintidós hombres corren detrás de una pelota.  Veintitrés  si se cuenta al árbitro.  Entre esos hombres surgen los más variados sentimientos. Desde orgullo por jugar en la primera, hasta la preocupación por un trabajo que quedó pendiente. Sí, eso último. Porque en la liga se juega y se trabaja. Se entrena a tiempo y contratiempo. Esas manos ajadas, ennegrecidas no son fruto del entrenamiento, sino producto de levantar paredes, de cortar troncos, césped, de hornear pan de madrugada. Nadie es amo ni señor, quizás, el más privilegiado sea un oficinista.  Pero en la liga, así como en la vida se trabaja al día. Ni siquiera son hombres, son "changuitos", que como los de la tribuna no superan los veinticinco  años, treinta como mucho.
Suena el silbato para bajar el telón a la obra teatral inaugural. Los barras beben el último sorbo de fernet del improvisado vaso de botella cortada y quemada en los bordes para que no lastime. En el campo de juego los protagonistas se dan la mano entre rivales, con desgano y  por obligación. Más  allá de todo lo que pase fuera del campo de juego, adentro son rivales. Los equipos se meten en el túnel y lo que sucede adentro para a ser un misterio desde ese instante y para toda la eternidad. Pues la charla de vestuario es secreta, como el secreto de confesión de los curas. Desde el búnker del equipo ganador se escuchan aplausos, "Nene Malo" a todo lo que da. Desde el local, el perdedor, un silencio sepulcral tiñe la onda sonora. Tres policías ingresan hasta el círculo central con escudos y cachiporras. Esa misma fuerza de seguridad que hace menos de seis meses liberó la ciudad para que sea zaqueada, es la que cuida del fútbol. La que protege a los árbitros para que no salgan lastimados, porque pase lo que pase, para la hinchada la culpa siempre será de ellos. Los colaboradores del club rescatan las pelotas perdidas, no se puede regalar ninguna. No hay  presupuesto para comprar más. El campo de juego finalmente queda vacío, como si nada hubiera pasado.

La tribuna se vacía lentamente: se van las pocas familias, se retiran los niños bajando con dificultad por las gradas sin protección. Los barras desatan las telas, guardan los bombos, hacen silencio, descienden de la tribuna con todos los atavíos alegóricos. Se suben a las motos estacionadas detrás del alambrado. Las arrancan y se retiran con la cabeza baja porque han perdido el duelo inicial. 

sábado, 10 de mayo de 2014

EN DIAS DE LLUVIA SE ME DA POR ESCRIBIR

Cuenta la leyenda y mi madre que el día que nací San Pedro lloró a más no poder. Eran las  seis y media de la tarde de un gris y mojado miércoles de otoño y  yo abrí los ojos en medio de un aguacero. Al señor del cielo se le ocurrió hacer llover como hacía mucho no sucedía. Inundó la ciudad y  mi madre, con mi abuela, tuvieron que esperar un par de horas para que llegue mi papá y  otras tantas más para que los que no sabían de mi existencia me conocieran. Mi papá no me vió nacer, porque antes no era como ahora. A principios del 90 las madres, o por lo menos la mía,  parían solas.
Hoy abrí los ojos como hace 23 años en un sábado otoñal y percibí el olor a tierra mojada, ese que antecede y que procede a la lluvia. Podría haberme quedado en la cama hasta tarde, pero preferí tomar impulso y hacer el itinerario del día porque la cama y la lluvia son el combo perfecto para hacerlo en compañía, no en soledad.
Hay algo que me llena de energía el cuerpo y me llena el alma de felicidad: los días oscuros y hoy fue uno de esos. Hoy es un día especial por un secreto.Una confidencia que conocemos sólo unos cuantos. Para qué negarlo.
Me levanté pensando en lo que quedó del sueño de la noche. Fue prohibido y pecaminoso  y con la persona menos indicada. Lo confieso.  Hace dos noches que sueño a ese sujeto: la primera, creo, porque me había olvidado de su cara y el inconsciente me lo recordó. Estaba en peligro y no podía llegar a ayudarlo por la lluvia. La segunda, soñé una fiesta, la pasábamos bien, bailábamos, nos reíamos y  la lluvia la suspendió. Quedé meditativa, como cuando uno espera la respuesta  y en el sueño te caés, y te despertás.  Igual que cuando suena el despertador.
Miré por la ventana. Todas las horas de la noche habían sido testigos del agua.  Me di cuenta que mi vida, también es testigo del agua. Disfruto de ella, siento las gotas de lluvia  en la punta de la nariz y  las gozo, recreo la vista y me quedo prendida de esas gotitas juguetonas que saltan en los charcos de la calle. La lluvia no para, ojalá nunca pare.
Nací bajo el agua, jugué en los charcos con mis amigas, leí mi primer libro bajo la lluvia, besé y  chapé bajo la lluvia - porque son dos cosas distintas-, me metí al mar bajo la lluvia, celebré mi recibida del secundario bajo la lluvia. Llevo un par de partidos y coberturas bajo la lluvia,  crucé el fin del mundo bajo el agua nieve, o la lluvia que es casi lo mismo. Lo conocí a El y me invitó a salir un día de lluvia, lo "gataflorié" y lo "histeriquié" un día de lluvia y le dije que sí un día de lluvia. Hice radio bajo la lluvia, filmé bajo la lluvia, escribí bajo la lluvia, me emborraché bajo la lluvia, me porté mal en una tormenta, reí y sobre todo lloré en la lluvia. Porque las gotas camuflan las lágrimas.