Mi abuelo, el
Pancho, como lo llamábamos
cariñosamente, era hijo de italianos. Como buenos tanos y geniales inmigrantes
siguieron al pie de la letra la consigna de poblar la tierra del plata y
tuvieron ocho hijos. Mitad varones, mitad mujeres. Dos de ellas se quedaron
solteras.
Mis tías abuelas:
la Elvira y la Mariana vivían en la casa
paterna que estaba en la Salta al 300.
En realidad sigue estando, aunque ajada por el tiempo y sucia por los
recuerdos, lo más triste, que ya no nos pertenece y que mi abuelo y todos sus
hermanos partieron de este mundo hace casi diez años. Cuenta la leyenda que los
abuelos habían adquirido ese inmueble de estilo chorizo por el módico precio de 40 pesos, en la época en que Europa estaba e guerra.
Cuando los
abuelos murieron, cuando los hermanos se casaron, las tías se quedaron ahí, solteras,
por elección. La Elvira tuvo un novio,
Mario. Salían, paseaban. El abuelo tano le había dado permiso para que Mario le
dé la mano, sin embargo la tía confesó que chapaban en el zaguán. Una noche, mientras pavimentaban la calle Salta la Elvira perdió un
zapato. Además del calzado, ese fue el final de la relación con Mario. A los
pocos días se enteró que la engañaba. Nunca quiso saber nada más con un hombre. Se dedicó a coser, a cuidar de la
sobrina que había quedado huérfana y a mimar al resto de los sobrinos. La
Mariana siempre fue medio ermitaña. Nunca se le conoció novio ni amorío. Su
pasión era la cocina, la repostería y las manualidades.
El primer
recuerdo que tengo es más o menos a los tres años. Era el primer cumpleaños con
festejo que me hacían en la casa de mi abuela. Yo tenía puesto un vestido
blanco, reciclado del casamiento de la hermana de mi mamá. Y para que no
parezca reciclado mi tía Mariana me había hecho una torta de un carruaje de
princesas. Pero no eran las tortas de masapán de hoy en día. La Mariana se las
ingeniaba, hacía tortas con galletitas Opera, con cubanitos y con chocolinas.
Hacía canchitas de fútbol, arbolitos de navidad, princesas y pelotas con el
simple ingrediente de la imaginación.
La casa de las
tías estaba en pleno centro, justo en la desembocadura del Pasaje Padilla. Era
la cita obligada para ir al baño de urgencia o caer a hacer tiempo. Te recibía una puerta de esas largas de
madera, con visillos. Siempre estaba abierta. Luego, la puerta cancel. Un
sillón estilo Luis XVIII, un espejo, las fotos de los abuelos. A la derecha el
comedor, donde una muñeca con cara diabólica estaba sentada en una silla,
mirándote, siguiéndote los pasos. En el pasillo la mesa larga para muchos
comensales. Las piezas, la cocina y a la par el baño. Algo que a mi vieja nunca
le gustó. Después el fondo. El árbol de la Mariana, un molinete de papel
brillante, el pajarito, la tortuga de 200 años y el taller de hojalatero del
abuelo, que seguía intacto.
Entrar a la casa
de la tía era una aventura. Tenían esas sillas de mimbre que te hacían doler las nalgas. La Mariana era fanática de las novelas y nada podía
interrumpirlas. La visita, se convertía en una especie de autoservicio hasta
que Andrea del Boca terminara su función siestera. La Elvira, era todo lo
contrario. Hablaba hasta por los codos y te daba toda la comida que tenía
guardada.
Las fiestas de
fin de año eran una caricia al alma. Tanas como ningunas convertían la cocina
de dos por dos en un desfile de platos gourmet vintage italianos. La Mariana
deleitaba con el budín de pan y las tortas. La Elvira hacía ruespes: unas
bolitas de masa rellenas de anchoas. De postre hacía rosetas y chicharata. Las
primeras unas rosas de masas bañadas en miel y vino blanco. Las segundas unas
bolitas de masa fritas, pegadas una por una con miel. Había que comer un poco de cada cosa, sino se ponían celosas. Porque siempre compitieron, sanamente. De hecho, sus platos, tenían más convocatoria
que los regalos de Papá Noel. Nunca nos eseñaron la receta. La última navidad
quise hacerlos, pero no salieron igual.
Los domingos la Elvira se levantaba temprano,
hacía la pasta y amasaba fuccile. Unos fideos finitos y largos con un agujero
adentro. Para que se meta la salsa según decía. El secreto estaba en meter una
aguja de tejer para hacer el agujero, pero la gracia era que no se hagan
bucles. Lo intenté y debo admitir que es imposible.
En noches de
tormenta, cuando me quedaba a dormir con mis primas que vivían ahí, las tías juntaban los olivos del domingo de ramos y los
tiraban al piso en una especie de ritual, para que el agua cese.